martes, 4 de octubre de 2016

CARLOS LUIS: UN HABITANTE DE MI MEMORIA

CARLOS LUIS: UN HABITANTE DE MI MEMORIA.

Para los que no conocieron al amigo Carlos Luis, el de la iconografía. Sabrán que fue un trujillano, que se atrevió a vivir en un árbol. Su casa, de madera sin tallado y con amarras de bejuco silvestre, gozaba de la altura de un árbol, seis metros tal vez, no tan frondoso, por lo que recibía todo el día la lumbre del astro rey.

Desde su casa vigilaba el tránsito de la calle principal y las constantes crecidas de los ríos: Mocoy y Castán, que se juntan precisamente en las cercanías de lo que fue su árbol-vivienda. De seguro, desde la altura del balcón divisaba sus ovejas que beneficiaba por encargo, las llevaba a pacer, todos los días, por las riberas de los dos ríos, disfrutando los balidos de las crías cuando exigían degustar la leche materna, y, porque no, desde su cama-balcón veía las colmenas, que sin ser apicultor, cosechaba su miel que consumía como principal alimento y la restante ofrecerla a cambio de algunas monedas y una sonrisa amable.

Carlos Luis era un personaje singular, para muchos, los que no compartieron con él: un demente, un loco, un pordiosero; ningún epíteto de estos es correcto para definirlo, lejos estaban de presentar su ser, su sencillez, su armonía de cohabitar. Es posible que lo calificaran así, por su capacidad de escuchar en silencio, en cuclillas y filtrar lo que no le fuese útil, tal vez por sus prendas de vestir propias de un pastor de ovejas y cabras o por su larga barba blanca que le crecía libremente.

En su cercanía se sentía el olor de estos animales, era un portador de la esencia de ellos, parecía, por momentos, que su esencia vital había sido poseída, intentaba pasar desapercibido sin lograrlo.

Cuando, con muy pocos, a los que él consideraba sus amigos, desarrollaba algún diálogo: sobre plantas medicinales, sobre bovinos, sobre cómo vivir en un árbol, desaparecía la impresión inicial y retornaba a su ser real, el conocedor de la inmensa farmacia que crece en las cercanías de las aguas que corren eternamente, no eternamente en el tiempo, más bien en lo eterno del permanecer incólume.

Toda su casa era un balcón, pues medía el ancho por el largo de su cuerpo, de madera rolliza que cubría con hoja seca de cambur amarada en trabas cual estera, colchones reciclables que resaltaban la naturalidad de la zona que le circundaba.

Dr. Edgar B. Sánchez B.

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