UNA DAMA VESTIDA DE BLANCO (primero)
UN RELATO SÓLO PARA NOSOTROS: Cuando mi hermano Fortunato
estuvo hospitalizado en el central de salud de San Cristobal, Táchira,
Venezuela, yo, dado el evidente cansancio físico de sus hijos, apreciación
personal, ofrecí quedarme una o dos noches, para acompañarlo, José Antonio, mi
hermano, fue conmigo la primera de ellas. Lo hice, con sumo agrado, por cuanto fue un
precursor sólido, igual que: Ciro, Flor y Elodia, Lucrecia, para que logrará mi proyecto
personal, graduarme en una carrera universitaria.
En el transcurrir de la última noche, lamento no haber
acompañado más, el agotamiento hizo de mí su presa. A las dos de la madrugada
bajé hacia la habitación, en el mismo hospital, que estaba ahora disponible
para el descanso y que él, Fortunato, ocupó antes de la intervención quirúrgica desde la
cual pasó a terapia intensiva y no salió de allí.
Esta habitación quedaba a
seis largas escaleras en forma de espiral a igual número de pisos abajo del
destinado para la terapia oncológica intensiva. Ubicada en una de las alas del hospital
en la cual, son atendidos los pacientes que por sus posibilidades podían apoyar
económicamente el centro de salud. Por cierto, los trámites para el ingreso, a
este tipo de ambiente, fueron facilitados por el médico que operó a Fortunato,
catorce años atrás en su primera lucha contra el Cáncer.
Quien haya estado como acompañante en un ambiente
hospitalario entenderá a profundidad el agotamiento que genera, sobre todo si
sus recursos económicos son limitados. Allí, en ese espacio para el logro de la
salud, brota en forma natural los silenciados llantos y lamentos continuos y
solidaridades que brotan de manera espontánea. La atención que nace de un ser querido se fortalece, pero muy pronto el cuerpo cobra.
Con marcado estoicismo, pasó mi hermano enfermo, sus últimos
días. Él siempre fue estoico. Es de hacer notar, que mantuvo su ecuanimidad ante la frontera indeleble
de la vida y la proximidad del mundo paralelo. Se mantuvo sólido cual roca del
más fino cristal. Emuló acrecentado su acostumbrado tesón, tal como fue su
tránsito por la familia y por la comunidad de vecinos que tanto respetó y logró
formar y educar. Recibió entusiasta y desinteresado apoyo de los vecinos de la
comarca en la cual vivía.
Debo destacar, que la vivencia de acompañarle fortaleció mis
cambios, para bien. Tuve la oportunidad de ser su punto de apoyo para que se sostuviera
firme ante improvisados depósitos de agua y lograra refrescar con renovada y
acostumbrada limpieza su cuerpo que ya se preparaba para permitir el vuelo,
cual águila, hacia mundos que sólo imaginamos.
Fortunato fue así, siempre firme, siempre amable, siempre
resiliente, siempre preparado para afrontar los retos y dejar con ellos un
ejemplo a seguir.
El piso oncológico ya comenzaba a sentir el abandono
gubernamental, las puertas rechinaban con ruido estridente, el agua no llegaba por
las tuberías, todos los insumos necesarios para el acompañante y paciente había que comprarlos y la habitación de
descanso para los familiares de los enfermos lucia deteriorada.
EXTRAÑO ENCUENTRO
Me he alejado, por la emoción que en mi produce hablar sobre Fortunato,
del propósito inicial de este relato. Expresaba que, a las dos de la madrugada,
decidí transitar las escaleras desde el piso oncológico hasta el segundo, según
ha corregido por su hija Odilsa Magaly, mi sobrina.
En la ruta encontré una enfermera con un atuendo de
reluciente blancura, a la que acompañaba con una sonrisa que llenaba su bello rostro
de excelsa alegría. En sus manos llevaba el equipamiento usual para aplicar
tratamientos hipodérmicos.
Me sentí acompañado, no es fácil, al menos para mí, caminar
por las escaleras de un hospital a las dos de la mañana, escaleras anchas y
escalones fielmente calculados siguiendo los estándares propuestos por los
manuales de ingeniería, desde cuyos bordes si puede mirar hacia la profundidad
iluminada a diez pisos más abajo.
Es conveniente traer a colación que Elodia, hermana de
Fortunato, hubo de estar por un mes seguido en el ambiente oncológico, el mismo
en el que murió su hermano. Ella cuidó con esmero de madre a su hija Lorena en
sus últimos días de la fase de tan mortal enfermedad. Ella relata que la veía
cada madrugada que bajaba por las escaleras con el fin de llevar muestras de su
hija para ser estudiadas en los laboratorios, otrora gratuitos, ubicados en la
planta baja del centro hospitalario. Ella expresa que también agradece no estar
enterada que la cofia con la pequeña cruz roja de la hermosa enfermera se había
dejado de usar diez años atrás.
Dormí con profundidad.
Al otro día, ya avanzada la mañana, subí de nuevo al piso de
cuidados intensivos, allí con rostros atónicos estaban los acompañantes de los otros
pacientes y ya había llegado, desde Colón, Freddy Omar, el hijo de Fortunato, Presto
para continuar con las búsquedas de medicamentos sugeridos por los médicos.
Fredy Omar me pregunto, a boca de jarro, pues los otros
acompañantes le habían comentado mi inocente y osada travesía, por las escaleras,
en la madrugada de esa mañana.
- ___ ¿A qué horas bajó tio?, preguntó Freddy Omar.
- ___ A las dos de la mañana__, respondí con naturalidad. Sin saber el objetivo del interrogatorio.
- ___ ¿Viste a alguien en la escalera?__ continuó preguntando Freddy Omar.
- ___ Si. A una enfermera que subía a dispensar un
tratamiento médico__, contesté.
Todos en el recinto oncológico intercambiaron miradas, pues sabían la intensión del interrogatorio.
__ A esa enfermera, todos los que hemos bajado de madrugada, la vemos que
sube__, Prosiguió Freddy Omar.
__ Dicen que murió, hace aproximadamente diez años de un infarto, en el preciso
momento que aplicaba un tratamiento oncológico__ continuo Freddy Omar, como si creyera firmemente en el relato, que otros acompañantes de personas en etapa final l e habían contado.
__ Narran__ continuó Freddy Omar, __Que los que tuvieron la experiencia de conocerla y recibir atención de ella, que
fue muy responsable e incansable en su trabajo y que sube siempre a concluir el último tratamiento, el que ella dejó de atender luego de sufrir un trágico accidente automovilístico cuando se desplazaba hacia acá, hacia esta sala oncológica.
__ Dicen__ continuó Freddy Omar, __ que lo hará por siempre por cuanto el paciente que atendía murió una hora
después, por no recibir el tratamiento preescrito por su médico.
__El espíritu quedó errante__ interviene uno de los oyentes.
__De haber logrado terminar, el tratamiento, el paciente atendido se
hubiese salvado__, agrega un tercero.
__ He escuchado que todo aquel que la ve, se mejorará de alguna dolencia que padezca__ concluye un cuarto hablante.
__Nunca
bajaré solo, menos a esa hora__ cierra un quinto.
Luego, superada la impresión, acompañe a mi sobrino Freddy
Omar Sánchez Cáceres, su nombre completo, a un centro de abastecimiento de
insumos médicos, en su vehículo, color verde, creo, en el que el compró las
bolsas contentivas de los nutrientes para mantener la distanasia.
Veinte años más tarde, cuando me aventuré a escribir este
relato, solicité a mi sobrina Odilsa Magaly y lectura para afinar detalles y me
comentó que también la vio, cuando bajó las escaleras, aproximadamente la misma
hora, motivada por el cansancio y que portaba en la cofia poseía la pequeña
cruz roja, aditivo que diez años atrás se había dejado de usar. Para mi sano
juicio, doy gracias a mi desconocimiento histórico de la vestimenta. De saberlo
hubiese corrido despavorido y de seguro no sería yo el que cuenta este relato.
Creo que es digno acotar que no todos los que transitan las
escaleras a esa hora de la madrugada ven a la dama de reluciente blanco y
excelsa sonrisa. Por tanto, no reciben el bienestar de salud que
propicia el encuentro.
Dr. Edgar
B. Sánchez B.