domingo, 5 de mayo de 2013


A QUEA

Hola Quea, disculpa mi forma tan informal de dirigirme a tan magnificente presencia. De verdad no se tu nombre, no tengo porque saberlo, siempre te llamé Quea. Mis recuerdos no tienen registros, de tu voz, de corrección alguna para evitar que te llamara así, más bien me alentaste siempre, pues me era más fácil decirlo, cuando en la desesperación de los azotes de papá con el juete, yo, gritaba: ayuda Quea, y tu corrías a protegerme con su cuerpo. Si no me creen pregúntale si tiene alguna marca de laceración por el látigo que yo merecía; ella no, mi Quea, no. Quea estudió en un campo de flores, cañaverales y con árboles olorosos a nísperos. Sus manos forjadas en el ordeño, rasgadas por el cuchillo que desmenuzaba el pasto para las mulas de carga y silla, nunca fueron hostiles: siempre fueron caricias de terciopelo, caricias de pétalos recién cortados para quienes ella, mi Quea amaba. Yo era, soy uno de ellos. Ahora mi Quea está de cumpleaños, el sábado para ser precisos. No se cuantos, no hace falta, siempre es lozana y su sonrisa se escucha en la distancia, con fragancia inigualable. Eso es, lo repito: una sonrisa que posee el olor de las diosas. Esa es mi Quea.

Edgar B. Sánchez B. 

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