domingo, 5 de mayo de 2013

LA MUERTE DE MARÍA PÉREZ


LA MUERTE DE MARÍA PÉREZ

LA DEPRESIÓN

Colindando la finca del Cedro, por el camino que conduce a la casa de Gustavo Osorio, hijo de Herminia Osorio, está una depresión muy resbaladiza, la llamábamos el “Callejón del Cedro”. Lugar fecundo de cigarrones que sobrevolaban su hogar en manadas de zumbidos sonoros y amenazadores, surcaban el éter del siempre ignoto jardín paradisíaco. Hábitat de cientos de árboles que luchaban en eterna, impregnación de fototropismo para garantizar su existencia, azahares que crecen en axilas de hojas, garantías de intensas fragancias, envidia del perfume de Patrick Süskind, sin la esencia trece.

Dulces naranjas que sólo serán saboreadas por el picoteo de las aves trinadoras de calderones sin pausa y redondas alargadas por la felicidad eterna; heliconias aves del paraíso que muestran su belleza espigoza y dorada; orquídeas multivariadas de relaciones micorrizas de intensa actividad por lo que el sustento de su exuberante hermosura está garantizado por su mutualismo expreso; bromelias (guinchos) en particular la epifita clavel del aire cuyas brácteas regalan a la depresión encanto edénico; palmas que regionalmente denominamos lucateva de hojas anchas acanaladas usadas para construir impermeables techos de casas, materia prima para la fabrica de sestas portadoras de comida y recipientes para la recolección de cosechas; helechos, los trepadores jazmines de abrazo mutualista para acaparar la atención de las aves hacia el árbol que lucha por las alturas en búsqueda de royos de sol; protegidas por Hespérides escarlatas o negros que dialogaban con zumbidos fantasmagónicos de plena conciencia ecológica.

El agua fluía con libertad en los múltiples aventamientos, cristalina y potabilizada por filtros telúricos, escucharlos es caricia musical, de ellos recolectaba María Pérez la que llevaba a casa en ánforas de barro o de totumo. Nunca conoció las tuberías metálicas, sólo las de Guaduas. El jardín crecía salvaje, en sin igual vestido de belleza y luces florales. Envidia para cualquier floricultor de Invernaderos. Es imposible describir con exactitud y detalles como la naturaleza ha proporcionado al trópico de lugares cargados de tanta fauna y tanta flora.

EL CONUCO

Rondando el fecundo jardín, estaba el conuco propiedad de Arecio Alviarez, una pequeña parcela de tres hectáreas aproximadamente, dedicada a la agricultura en pequeña escala, con técnicas rudimentarias, para la producción de subsistencia, la cosecha, muy poca, se utilizaba para el consumo del núcleo familiar y la cuota parte que correspondía, según el acuerdo, al dueño de la tierra. Los cultivos rodeaban una vivienda de bahareque con techos de palma. Esta casa, llamémosla así, estaba habitada por la señora María Pérez, de setenta años de edad, y sus dos hijos de partos añosos: Carlos Pérez y Rosario Pérez, no hay el apellido del padre por haberse ausentado voluntariamente y desaparecido de la memoria familiar, salvo cuando vino a procrear a Carlos sobre un montículo de gramíneas yaraguá mientras, que de él comían sin descanso el ganado vacuno y caballar.


ROSARIO

María Pérez supo desde el éxtasis que había quedado preñada, se orientó del bamido de los toros y porque, acto seguido, montaron a sus féminas, que salieron en celo en ese preciso momento. Rosario, desde su nacimiento, marcó dependencia por presentar retraso cognitivo, tenía dificultades para comunicarse gestual y verbalmente, no brinda un sonrisa que anelaba la permanente mirada maternal, no señalaba los muñecos de trapo o carritos hechos con tuzas de maíz, no jugaba ni imitaba sonidos, siempre indiferente a la voz y roce de la madre. 

Adolescente ya, mostrabas que no había adquirido habilidades de comunicación, su mutismo innato solo era alterado cuando visitaba el Callejón del Cedro cuando acompañaba a su mamá a traer agua para la cocina, no aprendió las mínimas tareas del cuidado personal, sólo aprendió a llorar y esto era suficiente para su mamá, por cuanto ahora tenía un mecanismo de comunicación para cuando le doliera algo, no era realmente un llanto era más bien un aullido, un signo de desaprobó a su incapacidad, sin embargo para María Pérez su hijo se estaba esforzando por comunicarse y decir que entendía las cosas sencillas de la vida, sin sentir miedo por el porvenir. Tal vez por eso, como es natural, era su adoración. 

LA DEPENDENCIA

Las madres conducen su amor, neurológicamente están preparadas para ello, hacia los hijos menos exitosos, y Rosario acaparaba toda su atención; la acompañaba o hacía que estuviera a su lado todo el tiempo, por sobreprotección no permitía que Carlos, el mayor, lo llevara de paseo, a pesar que él nunca se sintió denostado por la condición específica de Rosario. Así que Rosario creció en la más extrema y salvaje dependencia. María Pérez todos los días le asaltaba las dudas respecto al futuro de Rosario, donde vivía rondaba la seguridad de la soledad, y así lo sentía, cuando por algunos momentos no lo tenía en su visión inmediata, aceptaba con certeza que estaba bien, aún así las primeras eran mayores que las segundas. A Carlos le correspondió por fuerza y por amor trabajar duro para poder alimentar a su anciana madre y a su minimizado hermano. Ella estaba tan absorta en su propio dolor y en el de su hijo Rosario que nunca logró ver la tristeza de Carlos, sin embargo le recompensaba con el lavado de la ropa, la cena servida cuando llegaba de ganarse el salario, ganarse el jornal. María Pérez aún enclenque por el peso del sufrimiento se esforzaba en atenderlo.

EL SALARIO

Carlos nunca supo, además para que le servía, que la palabra salario tomó ese uso ligústico, porque en el comienzo de la historia del pago por servicios prestados de mano de obra se cancelaba con sal. Sodoma y Gomorra, ciudades sacrificadas y sacrilegiadas por poseer como riqueza minas de sal y el arte para hacerla apta para el consumo humano. El Salario que obtenía Carlos por sus servicios de fuerza bruta, de eso si estaba claro por experiencia directa, que era en extremo precario, no salario de pobreza, este vocablo no puede ser aplicado, pues se entiende como la carencia de recursos para satisfacer las necesidades, ¿Cuáles necesidades? ellos no habían tenido la oportunidad de crearlas, vivían satisfaciendo las que la naturaleza les había dado; las innatas. 

Y, como ya se dijo, de la producción del conuco no se vendía nada, así que aprendieron a comer solo lo indispensable para sostenerse vivos, de vez en cuando un turca cazada por la piedra lanzada velozmente con una cauchera, o una ardilla que se alimentaban de naranjas cuyo peso en carne solo es risorio para alimentar a una persona, y hacían que alcanzara para tres; también cazaban palomos salvajes con un pegamento extendido en las ramas de los árboles que visitaban, dos o tres alcanzaban para una buena ración, pero la naturaleza misma de los animales, ellos creían que un hada maligna, hacían que alejaran, la fiesta se armaba en casa cuando en el pegamento caía una guacharaca. 

Tanta es la influencia que un hijo con limitaciones ejerce sobre los padres, cuando son responsables, que prolonga la vida y sus capacidades para ayudarle hasta el fin, casi el fin del minusválido, con María Pérez, la excepción tuvo su presencia. 

María Pérez, poco a poco, a causa de sus dolencias y edad, fue enclaustrándose, solo salía de su cuarto para alimentar a su hijo Rosario. Carlos entendía ese comportamiento, con el alma desgarrada. Sabía que se iba poco a poco, ya sólo se levantaba par asir a su hijo menor. No se acostumbraba ir al médico, aunque, si se consultaba a Don Modesto Casanova, que con sus habilidades en el manejo de las plantas medicinales, le infundía relámpagos de vida, con hierbas cortadas en su propio conuco. Por cinco años, sus músculos y coyunturas atrofiadas por su calma angustia, sólo volvían a tener movilidad temporal, cuando Anselmo Chacón, un sobandero, en esta época se le hubiera llamado terapista, le visitaba por confortarle con algunos masajes.

EMERGENCIA

No podían llevarla al pueblo, ¡eran muy pobres!, el único lugar techado al que tendrían acceso era el hospital las Mercedes, que además poseía una pequeña farmacia de auxilio a la pobreza, y ésta, por la indolencia de los gobiernos de turno y por administraciones indecorosas, iba desapareciendo.
Cronos dijo no más, y el arcano tiempo marcó la hora. Desesperado Carlos, en plena noche y con la tierra vestida de escarcha de neblina, decidió buscar a papá que habitaba, en ese momento, la casa de la finca del Cedro, a tan sólo dos kilómetros.
─Don Waldino, Don Waldino, ─ gritaba Carlos, ahogado por la angustia.
─Don Waldino, levántese, mamá se nos muere.
─Ya voy Carlos. Gritó papá, ─para asegurar que la lluvia, que caía en el techo de zinc, no opacara sus palabras.
─Sotelia levantase y háganos café, y acompáñame a donde María Pérez, que tiene la pelona cerca. ─Pelona: es el signo local usado para la muerte.
─Ya voy Waldino. Se levanto mamá, hizo el café, que ella misma tostó ese día, preparó una vianda, con yuca sobrante del día anterior, cuajada, un poco de boruga, y salieron de la casa. ─Carlos esperó en el sardinel del patio, aterido de frio.
─Buenos días Carlos. Saludo el matrimonio al unisonó.
─Mamá se nos está muriendo. ─dijo Carlos, con voz entrecortada.
─Dios sabe lo que hace. Comento doña Sotelia.
─Carlos que deseas que se haga.
─Llevarla al hospital.
─Así se hará. ─para llegar al hospital había que recorrer, aproximadamente quince kilómetros, por caminos tapados por la maleza que tanto crece en tiempos de lluvia, y por caminos trillados por las recuas, las alpargatas y las botas de caucho, y destruidos por el agua.
─Carlos ve buscar a los Chacones. ─sentenció papá. 

TRASLADO

Los Chacones es una familia numerosa, con muchos hijos varones, prestos siempre al auxilio, y eran los primero avisados por cuanto se disponía, en el acto, varios hombros para cargar. Esta familia vivía cerca de Colón, buscarlos ida y vuelta llevaría unas tres horas. Aparicio, Beltrán, Jorge, Alejandro, Israel, Silvestre, Luis, Juan María, Maximiano, llegaron a casa de la enferma como a las seis de la mañana
─Mientras usted los busca, yo cortaré las varas de palo negro y bejucos de amarra y haré el chinchorro: ─una estructura artesanal, se arma un rectángulo con guadua, con sobrantes a los extremos, donde van los hombros de los cargadores, el rectángulo debe ser acorde al tamaño de la persona, se forra con cañabrava seca, por lo liviana y maleable, o bejucos tejidos, se cubre con tres o cuatro arcos de vara negra, para que sostengan el impermeable hídrico, plástico transparente; como aislante de la cañabrava, se hacia una angonal, fabricado con hojas secas de las matas de guineo, unos cien rollos pequeños de dos centímetros de diámetro, juntados en serie, con una cabuya de fique o bejuco delgado, luego cortados por los extremos acorde al ancho y largo de la estructura de cañabrava donde va el enfermo a trasladar. Tomaba la forma de un colchón. Así también se hacían los colchones en tiempos más lejanos, antes que llegara la gomaespuma. 

LA PREPARACIÓN

Mamá entró, a la lóbrega habitación que lucía la más extrema vestimenta de pobreza, donde estaba María Pérez, el olor nauseabundo a orines almacenados por largo tiempo en una bacinilla de peltre, mezclado con los olores de cuerpos poco acostumbrados al baño diario, hizo que retrocediera para no zaherir a Carlos con su gesto vómico. Sintió que se le habían palidecido los tintes de su nunca encarminado semblante. Hay que estar en un ambiente de pobreza, pensaba mamá para su interior, para entender como ésta consume vertiginosamente toda voluntad de estética externa. En visitas anteriores había notado que no había toallas; cuando se bañaban, dejaban que el sol o el húmedo aire secaran sus cuerpos, de ahí el olor que tenían, característico de los hongos que se desarrollan en las axilas y en la entrepierna; en algunos días de la semana; María Pérez, cuando la enfermedad le daba tregua, ofrecía el servicio de lavado de ropa y lencería, a brazo tendido, pues aún no se habían inventado las máquinas de lavado, cansada llegaba a su casa sin la voluntad para lavar las sábanas que se encargaban de ocultar, en parte, su pobreza extrema.
Mamá reintentó la entrada a la habitación, su cerebro acostumbrado a improperios avatares del diario vivir, ya se había preparado, in simultáneo para soportar los aromas enervantes que expelía los habitantes de la humilde morada. Miró, para retomar fuerzas, hacia el único ojo siniestro de la recamara. Se dio cuenta, que por él, sólo lograría ver la sombría oscuridad de la lluvia. Neblina y más neblina. Esta búsqueda de apoyo para continuar en su inquebrantable decisión de ayudar al que había pedido ayuda logró que callera en profundo y mustio silencio. Calentó agua, en las topias en las que la otrora llama, ausente por días, traía alegría a la casa. Limpió, frotando el cuerpo de la enferma toldado por las escamas del desaseo con una toalla humedecida con agua y jabón de tierra. 


Preparó alimento: cambures y apios cocidos, para los que llevarían a María Pérez al hospital del pueblo por tan agrestes caminos. Rosario comió de las manos de mamá, no entendía lo que ocurría, porque se la llevaban, nadie se hacía cargo de él, no era fácil, aceptar esa responsabilidad era equivalente a cuidarlo como al niño que era, y, que fue criado para tener una madre eterna. A mamá, le pareció, que Rosario estuvo al lado de su madre, por el tiempo en que ella se postró es su deteriorado catre de cañabrava y guadua, la inmundicia de su ropa mostraba copioso sangramiento a la altura de sus rodillas. Estuvo de hinojos, aunque no supiera, por su aislamiento, que el amor de su madre ya había sido impíamente embalsamado. El no entendía, era evidente, aunque se notaba que sus obnubilados ojos transitaban abismos. Simas por donde se conserva por siempre la tristeza y el llanto de hombres, en tiempo transcurrido, que aún continúan siendo niños pálidos, marchitos, melancólicos y frágiles. 

EL RUEGO

María Pérez, musitaba casi inaudible, que no abandonaran a Rosario, después que alguien, no se quien, le hizo la promesa, aceptó sin terror, la inevitable cercanía de la muerte. Se llevó al hospital las Mercedes y descendió dos días después. El velatorio fue en la casa municipal, destinada para tales fines, se compró la mortaja, con el dinero de la colecta a todos los vecinos, ésta siempre la hacían los Chacones, y se enterró en el cementerio, sin urna, sólo se usaba mortaja, en un lugar cualquiera, la dirección se desdibujo de la memoria; pasó al olvido.
Sólo para dejar constancia, registro acá que en otra región cercana a la de la historia, había otra numerosa familia; los Jaímes, emparentada, por matrimonios con los Chacones, que también ayudaban a los que necesitaran traslado en hombros. Nunca cobraron dinero por este vital servicio.

Edgar B.Sánchez B.

No hay comentarios:

Publicar un comentario