domingo, 5 de mayo de 2013


CARTA A MI HIJA

Hola hija, es extraño, con la tecnología comunicacional síncrona que se posee en la era de la postmodernidad que vivimos, recurra a esta asincronidad para poder establecer la comunicación necesaria contigo.

Antes que mis palabras fluyan con libertad y pudiera decir cacofonías que produzcan molestias; expreso que el amor que siento por ti es tan profundo, siempre será así, que no requiere tu presencia, ni tus palabras de apoyo en mi oído. Sin embargo hija, me acuesto siempre soñando la calidez de tus brazos, la armonía de la música que te gusta, el inaudible ruido de la aguja con la que coses o tejes y el suave arrulló que produces cuando estás dormida. Sabes amor bello, cuando eras niña me sentaba al lado de tu cuna, sólo para escuchar la suavidad de tu cantar, cual trinos, como si estuvieras hablando con las hadas protectoras; ¿o acaso no crees en las hadas?

Si me visitaras de vez en cuando, si tuvieras tiempo para mí, escucharías el trinar de los pájaros que vuelan y se alimentan en mi jardín con libertad absoluta, además leería para ti la divina comedia de Dante.

No sé si es importante lo que siempre te ofrezco, lo que sí es, lo siento así, que pierdo lo más hermoso del ser padre, como es el disfrutar con frecuencia de los abrazos de las hijas, los noviazgos, los nietos, de las madrugadas sin dormir que traen los hijos a casa.

Hija, muchas veces en la soledad de la cocina preparo manjares para tantas personas como hijas tengo, pues sufro, por instantes, de inlucidez y escucho a mi lado la dulce sonrisa que emites cuando hablas por teléfono con aquellas personas que tanto te importan. Que ruido extraño y desagradable produce los mensajes que te llegan y más aún el silencio de ausencia que nace en ti cuando los responde.

Sin estuvieras cerca y me visitaras, planearía contigo paseos al rio, a la piscina, a la montaña, al nacimiento del Castán que tanta agua cristalina ofrece a la ciudad donde vivo. Me sentaría a verte disfrutar las ensenadas naturales de agua fría que tanto te gustan, y haríamos paseos a la finca San Isidro de la que no querías irte la única vez que la visitaste con mi compañía y mamá se molestó tanto conmigo, rabió con tal fuerza, que aún me duelen las palabras que me dijo, las escucho todos los días. Sé que yo no tenía derecho a pedirte que me acompañaras de vuelta a casa. También la tristeza invade lo que soy, cuando dices que nunca te he aportado nada y, lo que eres, se lo debe a personas extrañas a mí.

Sabes, lloro cuando te escribo, porque no estás a mi lado y, también, porque no soy el padre que hubiese sido si empezara ahora. El tiempo no lo permite, ahora es de tu parte permitir que la deuda que tengo contigo sea subsanada, en parte, en mis nietos a los que deseo ver correr y saltar en el jardín que rodea mi casa. No importa que las flores sean tacadas con dureza, ellas brotarán con más fuerza al ver que hay felicidad, como aquellos los niños que hicieron feliz al Gigante Egoísta de Oscar Wilde, para tus retoños, todos los días, se lo prometo, leeré cuentos del gigante irlandés.

Por diciembre dos de mis nietos, de cinco: Jesús Eduardo y Brayan Adonis, visitaron mi soledad, la casa se lo agradeció y las alondras expresaron con acordes dodecafónicos las tonadas y periqueras acostumbradas, las melodías tomaron un encanto especial, hubo ruidos y quinceañeras adornaban las tardes de plenilunio sentadas al frente de mi casa. Eso sí hubo regaños, paseos, estudios de música, matemática, y poco de química y, algunas veces, contrapunteos, pues uno de ellos se negó a comer mis preparativos. Por lo demás, tienen todas las gracias necesarias para triunfar en lo que emprendan, si para ello se esfuerzan y son estimulados por mí y por ti.

Hija, si alguna vez me brindaras el placer de acompañarme cinco días seguidos, tal vez menos, uno es suficiente, seguro estoy que ese recuerdo te perdurará, cual momento de paz-placer–armonía-paz que te acompañara por siempre. El sentimiento de irealización que a veces me expresas cuando dices que te sientes pobre, me ocurre igual, pues yo tampoco compartí con mis padres el tiempo que ellos se merecieron. Ese es mi desafortunado legado que te dejo.
Sin más que agregar, tu padre que te adora.

Edgar B. Sánchez B.

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